
A él no le gustaba el pelo artificialmente perfecto, ni las sonrisas que dejaban ver mentiras piadosas. Él odiaba las melodías de su voz, sus aires de grandeza y su mirada altiva al caminar. Supo que sus caderas engañaban al transeúnte de la Heraclio que la engrandecía en su pensar, que sus manos mentían al revolver el café y que su mirada era eclipsada sin cesar. Ella no leía cada cartel al caminar, no desgranaba los mensajes, no soñaba con crear palabras. Ella nunca se enfadaba, no lloraba de rabia al ver un niño sangrar faltas paternas, no sentía miedo al escudriñar su alma, no se irritaba con los rayos y no se le encogían las tripas al ver los aviones de la Trinidad. Pero qué bella era. Para qué más, pensó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario