sábado, 14 de noviembre de 2009

Marina

Marina trabajaba en las oficinas de un quinto piso en Santiago. Sobria y de aire triste, pisaba mirando atrás cargando bolsillos llenos de fotos y postales. Siempre llevaba el mismo bolso saturado de objetos de dudosa utilidad. Algunos de ellos procedían de partes del mundo en las que creyó haber estado en vidas pasadas, otros simplemente eran restos de alegrías vividas. Uno de sus favoritos era una pequeña caja de metal con letras francesas en su exterior y con diminutos frascos de perfume en su interior. Se deleitaba al pensar que cuando abriera cada uno de ellos podría acceder a los recuerdos de las ciudades visitadas, a los abrazos perdidos y a las tardes de infancia. Y es que con el tiempo aprendió a rasgar su alma en jirones y a poner los resultados en los cajones de su mente. Su bolso, en definitiva, no era más que el escudo y la espada de un guerrero de antaño.

Sin embargo, Marina sentía que la vida se le rompía en cada amanecer y que sus huesos se debilitaban con cada movimiento del segundero. Sabía, al fin y al cabo, que la vida no era más que un álbum cargado de recuerdos. Quizás era por eso todo lo forjaba en exceso. Vivía los minutos de su existencia desnudándose en cada esquina, revelando su interior sin rasgos miedosos y asumiendo los riesgos que el acercarse a los otros le podía acarrear. A Marina sólo le quedaba la única certeza de amar.

Solía sentir miedo, apagones de invierno, gritos encarnados en inflamación y sonrisas llenas de asperezas, bastante engañosas al mirarse en el espejo. Descubrió, conforme fue caminando, que los panfletos que sacaba de su bolso para esparcir en los demás, lejos de dar calor, hacían dudar y enfriar sus calientes tazas de té . Cuando Marina se acercaba, los grises huían y los portazos rompían el silencio de las calles de casas bajas. No conseguía querer sin asustar…Ni amar sin dejar de abrazar…Ni soñar en soledad. No supo controlar que el jersey que la abrigaba se desabrochara para acoger.

Entonces Marina, ávida y frágil, decidió detenerse ante la tienda de antigüedades que siempre ralentizaba sus latidos y daba calor a su piel. Allí recordaría el cometa de las verdades, la estrella polar. Cabizbaja, tras pasar varios minutos en el comercio de las soledades del ayer, cambiaría unas monedas por un pequeño recipiente donde colocar sus abrazos, cartas y misterios…Así, cuando los días de sol trajeran las personas sin desasosiego, Marina no habría perdido tardes de edredones silenciosos.

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